EL ESPÍRITU SANTO

Espíritu de Dios y Consolador del hombre

Josef Imberg

EL ESPÍRITU SANTO

Espíritu de Dios y Consolador del hombre

Josef Imberg

En este pequeño libro sobre el Espíritu Santo seguimos las enseñanzas de la Biblia, con citas de la versión Reina-Valera 1960, y las Confesiones Luteranas: el Catecismo Menor de Lutero (CMe), su Catecismo Mayor (CMa), la Confesión de Augsburgo (CA), la Apología de la Confesión de Augsburgo (Ap), los Artículos de Esmalcalda (AE), y la Fórmula de la Concordia (FC).

Editado por la Misión de Literatura Luterana de Suecia

Traducido al español por Marcos Berndt

Distribución Gratuita: marcosberndt@yahoo.com

Titulo original inglés: The Holy Spirit – Spirit of God and Councellor of men.

© Rune Imberg 2024

Copia y/o reproducción permitida solamente con permiso de:

Evangelisk Litteraturmission Scriptura, Sverige 

Misión Evangélica de Literatura Scriptura, Suecia 

Después de leer este libro, regáleselo a otro 

«De gracia recibisteis, dad de gracia», Jesús, Mateo 10:8

1. EL ESPÍRITU SANTO ES EL ESPÍRITU DE DIOS

Hay un solo Dios, pero lo conocemos como el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo. Comúnmente relacionamos al Padre con la creación, al Hijo con la redención y salvación del mundo, y al Espíritu Santo con la obra de santificación. Esto no está mal en absoluto, pero mayormente lo hacemos para comprender mejor. Cuando dividimos la obra de Dios en partes, nos resulta más fácil entender cosas que son, al mismo tiempo, una gran unidad y un gran misterio. Tal como hay una unidad en Dios, hay una unidad en su obra. La creación fue hecha por el único Dios, la salvación es obra del único Dios, y así el avance de la salvación entre los hombres, la santificación, también es llevada a cabo por el único Dios.

¿Pero cómo podemos conocer a Dios? La única manera de conocerlo es yendo a su santa Palabra, las Sagradas Escrituras. En estas Él se nos revela como Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Dios es uno, pero en Él hay tres «personas». En este caso, la palabra «persona» no significa «individuos», como cuando nos referimos a seres humanos. La enseñanza sobre las «tres personas» no ha sido inventada por teólogos o por la Iglesia. La hemos tomado de los apóstoles, quienes la encontraron profundamente enraizada en el Antiguo Testamento. Por ejemplo, en Génesis 1:1-3 y 1:26, y también en los Salmos y en los libros de los profetas. Además, el propio Señor Jesucristo les enseñó sobre este tema, y ellos nos pasaron esa enseñanza como algo ordenado por él: «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mateo 28:19). Todos los escritos de los apóstoles están basados en enseñanzas sobre Dios que dicen que Él es uno y que hay tres «personas» en Él: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Corintios 13:14).

La Confesión de la Iglesia

La Iglesia Cristiana debe enseñar y creer en Dios de acuerdo con las Sagradas Escrituras. La enseñanza en la iglesia apostólica sobre el bautismo nos ha dado nuestra más antigua confesión de fe, el Credo apostólico: 

«Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. 

   Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor; que fue concebido por obra del Espíritu Santo, nació de la virgen María; padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos; subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso; y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. 

   Creo en el Espíritu Santo; la santa iglesia cristiana, la comunión de los santos; el perdón de los pecados; la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén». 

Cuando esta fe y enseñanza fue contradicha por falsas doctrinas en los comienzos del siglo cuarto, el Credo Apostólico fue confirmado sólidamente en el Concilio de Nicea, en el año 325 d.C. Esta confesión quedó finalmente redactada en Constantinopla, en el año 381 d.C. con el siguiente contenido:

«Creo en un solo Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y de todo lo visible e invisible.

   Y creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios; engendrado del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, verdadero Dios de verdadero Dios, engendrado y no hecho, consustancial al Padre, y por quien todas las cosas fueron hechas; el cual, por amor a nosotros y por nuestra salvación, descendió del cielo y, encarnado en la virgen María por el Espíritu Santo, fue hecho hombre; y fue crucificado también por nosotros bajo el poder de Poncio Pilatos. Padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día según las Escrituras; y ascendió a los cielos, y está sentado a la diestra del Padre; y vendrá otra vez en gloria a juzgar a los vivos y a los muertos, y su reino no tendrá fin. 

   Y creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo juntamente es adorado y glorificado, que habló por medio de los profetas. Y creo en una santa iglesia cristiana y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo para la remisión de los pecados; y espero la resurrección de los muertos, y la vida del mundo venidero. Amén».

Esta fe y doctrina también fue confirmada en la Confesión luterana de Augsburgo (la «Augustana»), en 1530 d.C. con el siguiente contenido:

«Nuestras iglesias sostienen en común consenso que el decreto del Concilio de Nicea concerniente a la unicidad de la divina esencia y a las tres Personas, es verdadero y debe creerse sin ninguna duda; es decir, hay una esencia divina que se llama y que es Dios: eterno, incorpóreo, sin partes, de poder, sabiduría y bondad infinitos, Hacedor y Conservador de todas las cosas visibles e invisibles; y sin embargo hay tres Personas de la misma esencia y poder, que también son coeternas: del  Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y emplean el término «persona» como lo usaron los Padres, para denotar no una parte o cualidad en otro, sino aquello que subsiste por sí mismo».

Nuestra enseñanza y fe

Si nos aferramos a esta enseñanza sobre Dios y las tres «personas» del único Dios, no podemos equivocarnos en nuestra confesión cristiana sobre Dios. «Aquí tienes toda la esencia, voluntad y obra divina descrita de la manera más exquisita, en unas pocas pero ricas palabras. En esto consiste todo nuestro saber, que sobrepasa todo entendimiento, razón y sabiduría humana. Pues, aunque todo el mundo se ha esforzado por averiguar cómo es Dios, qué intenciones tiene y qué hace, a pesar de ello no ha podido jamás obtener el conocimiento y la comprensión de ninguna de estas cosas… Aquí, en los tres Artículos del Credo, Él mismo ha revelado y abierto los profundos abismos de su corazón paternal y de su puro e indecible amor» (CMa).

Ningún ser humano podría haber inventado algo como la enseñanza sobre la Santa Trinidad, ni jamás podrá un ser humano entenderla o captarla completamente. Sigue siendo un misterio que no puede ser descubierto con nuestros pensamientos. Esto sucede también con temas como la creación del mundo, la caída, la salvación y la vida eterna. Pero, es más así todavía cuando se trata el tema de quién es Dios, su esencia, la Santa Trinidad, tres Personas en una Divinidad. Para la Iglesia Cristiana en los tiempos de los apóstoles estaba bien claro que esto era un gran misterio. La Iglesia se maravillaba ante las riquezas, la sabiduría y el conocimiento de Dios: «¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!» (Romanos 11:33).

Cosas que podemos entender

Aunque la Santa Trinidad es, en cierto sentido, un gran misterio, también hay partes de esta doctrina que podemos explicar satisfactoriamente de acuerdo con las Escrituras. Si hacemos eso veremos también que en gran medida la Escritura se explica a sí misma. Veremos, como en muchos otros casos, que Jesucristo es el «camino» (Juan 14:6). Todo gira en torno a él. No podemos entender ni una palabra sobre la Santa Trinidad o el Espíritu Santo, si ignoramos sus enseñanzas o intentamos eludirlo a él. Jesús dijo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; …Yo y el Padre uno somos» (Juan 14:9; 10:30). El Padre no se hizo hombre, pero el Hijo se hizo hombre, y en él podemos ver lo que hay en Dios. «Vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre… A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Juan 1:14, 18). Por lo tanto, toda la gracia de Dios se nos ofrece en Cristo, y solamente en Cristo. Pero ¿cómo nos puede llegar o sernos dada esa gracia? Cuando Cristo estaba por dejar a sus discípulos les dijo: «Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré… Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber» (Juan 16:7, 12-15).

Toda gracia, entonces, ha de llegar a nosotros por medio de la obra de este Consejero, o «Consolador». Esto es posible porque nos hace partícipes de Jesucristo y de la gracia que él adquirió por medio de su pasión y muerte. Cuando el apóstol escribe: «Somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios» (2 Corintios 5:20), él nos aconseja que aprovechemos la ayuda del Espíritu Santo, quien desea guiarnos a Cristo y hacernos partícipes de la gracia de Dios que Cristo obtuvo para nosotros. En esta breve exposición sobre el Espíritu Santo explicaremos como esto se llevará a cabo.

2. EL ESPÍRITU SANTO ES EL ESPÍRITU DE CRISTO        

Ya sea que pensemos en el Espíritu como Dios eterno, o como el Espíritu que nos ha sido revelado y está actuando en la Iglesia Cristiana, se trata del Espíritu de Cristo. A veces decimos que la Iglesia Cristiana fue fundada en el primer Pentecostés, y otras veces que fue fundada cuando Dios dio su promesa de salvación por medio de «la simiente de la mujer» (Génesis 3:15). De igual manera podemos decir que el Espíritu Santo fue dado en el primer Pentecostés, o podemos decir que el Espíritu ha estado obrando a lo largo de todas las épocas. Ambas maneras de hablar son correctas, tanto respecto a la Iglesia, como al Espíritu Santo. ¿Pero cómo es esto posible?

El Espíritu Santo existía antes del del mundo 

El Espíritu Santo estaba obrando antes de que el mundo fuera creado, y tomó parte en la creación del mundo (Génesis 1:1-3). Por lo tanto, la creación es obra de las tres personas de la Divinidad. El Espíritu Santo «se movía sobre la faz de las aguas», y cuando Dios dijo: «Sea la luz», la Palabra estaba en acción (Juan 1:1-5). Pero el Espíritu de Dios no era muy conocido entre los seres humanos a pesar de tal obra. Por ser el Espíritu de Cristo, no podía ser propiamente conocido antes de que la obra de redención y salvación fuera completada por el Hijo de Dios. Por eso, sobre el envío del Espíritu Santo en la iglesia cristiana se enseña de la siguiente manera: El Padre habría de enviar el Espíritu en el nombre y por causa del Hijo, porque el Espíritu habría de enseñarles todo a los discípulos y evocaría en ellos todo lo que Jesús había dicho. Pero el Espíritu también estaba obrando en los tiempos anteriores. Cuando la gente en el Antiguo Testamento se convertía a la fe y cuando los discípulos llegaban a creer en  Cristo, ya antes de su pasión y muerte, el Espíritu Santo era el que había creado aquella fe. Pero la obra plena del Espíritu no podía comenzar antes de que Cristo sufriera, muriera y resucitara de la muerte, o antes de que él enviara a su Espíritu de una manera nueva: «Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días» (Hechos 1:4-5).

No solo el Espíritu fue dado de esta manera, primero preliminarmente y luego, cuando el tiempo para ello estaba cumplido, de manera plena y completa. Lo mismo puede decirse del Hijo, el Mesías, el Cristo. Antes de que él se hiciera hombre y naciera de la virgen María, era conocido en cierta manera por los profetas y otros hombres de Dios en el Antiguo Testamento. De estos «padres» se dice que «todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar, y todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo» (1 Corintios 10:2-4). Este mismo Cristo vino plenamente a este mundo «cuando vino el cumplimiento del tiempo» (Gálatas 4:4). Entonces «la vida fue manifestada, y la hemos visto» (1 Juan 1:2). Eso sucedió cuando Cristo se hizo hombre y habitó entre nosotros. De la misma manera, el Espíritu obró entre los padres, de modo que, por medio de la fe, «alcanzaron buen testimonio los antiguos» (Hebreos 11:2) y fueron salvos por fe en el Cristo invisible (Hebreos 11:13-16). Más el Espíritu fue dado plenamente en el primer Pentecostés (Hechos 2).

¿Por qué el Espíritu es llamado el Espíritu de Cristo?

Es por diversos motivos. Él guía hacia Cristo y nos revela lo que ha sido dicho y prometido sobre Cristo, el Mesías, en las Sagradas Escrituras: «Cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber» (Juan 16:13-15). 

Cuando se repite muchas veces que el Espíritu es el Espíritu de Cristo, no es para disminuir la gloria del Padre. La gloria es una y la misma, es indivisible. Pero no conocemos al Padre hasta que conocemos al Hijo, porque Dios es «Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver» (1 Timoteo 6:15-16). Pero este Señor «fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14). Todas las tres «personas» de Dios Todopoderoso participan en esta obra. Pero dado que «la segunda persona», el Hijo de Dios, es la única persona de la Deidad que se hizo hombre, toda nuestra enseñanza debe girar en torno a Él, tal como el Nuevo Testamento ha sido escrito con aquel objetivo: «…poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas» (Lucas 1:1).

Cuando el Espíritu Santo es llamado el Espíritu de Cristo, es para enfatizar la importancia y el cumplimiento de la completa obra redentora de Cristo. No es para darle más importancia al Hijo que al Padre. Las tres «personas» de la divinidad comparten el honor de la obra redentora tal como comparten el honor de la creación. Se les da honor y gloria respectivamente: la gracia, el amor, y la comunión son una indivisa obra de salvación (2 Corintios 13:14), tal como el Padre y el Hijo son uno y nos han dado su Espíritu que es llamado tanto «el Espíritu del Padre» como «el Espíritu de Cristo» (Juan 14:16, 26; 16:7; 14:18). 

El envío del Espíritu Santo

Pero ¿cómo podemos explicar entonces lo que sucedió cuando el Espíritu Santo fue enviado, o cuál es la relación entre las tres «personas», Padre, Hijo, y Espíritu Santo? Particularmente se utilizan dos palabras para explicar la unidad y la diferencia entre el Espíritu y las otras dos «personas» de la Deidad. Estas palabras se utilizan de acuerdo con la enseñanza del propio Jesús: «Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí» (Juan 15:26). Las dos palabras son «enviar» y «proceder». La palabra «enviar» se usa tanto sobre el Padre como sobre el Hijo. Ellos han enviado el Espíritu Santo al mundo, a la Iglesia, y a los discípulos. Por lo tanto, el Espíritu Santo es enviado tanto por el Padre como por el Hijo. También se puede decir del Espíritu que Él «procede» del Padre y del Hijo. Así se lo confiesa en el credo Niceno: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado». La palabra «proceder» se utiliza para enfatizar que el Espíritu no fue creado ni «ha nacido» en el mundo.

Este Espíritu estará obrando «hasta el fin del mundo» (Mateo 28:20), para que se lleve a cabo todo conforme a la palabra y la promesa de Dios. Ya hemos dicho que la obra es una, compartida por las tres «personas» de la Deidad, aunque las separemos y hablemos de diferentes aspectos de estas: creación, redención y santificación. Pero cuando tratamos de entender esta obra del Dios uno y trino debemos recordar que, en estos tiempos, Él mismo nunca podrá ser comprendido por completo por nosotros. Lo comprendemos solo parcialmente, solamente por figuras y comparaciones, «por un espejo, oscuramente», no «cara a cara» (1 Corintios 13:12). Pero el propósito de las Sagradas Escrituras, de la Iglesia y del Espíritu Santo, es ayudarnos a entender tanto como sea posible lo que es un «don inefable» (2 Corintios 9:15). Este don es el amor de Dios, que se nos da a conocer a través de su Hijo. El Espíritu Santo da testimonio del Hijo creando en el ser humano la fe en Cristo y la perseverancia en dicha fe hasta el fin. Mediante la obra del Espíritu obtenemos comunión con el Padre y con el Hijo. Esto es fácil de decir y escribir, pero es el gran misterio de la fe cristiana y el secreto de la salvación (Romanos 16:25-27).

3. EL ESPÍRITU SANTO Y LAS SAGRADAS ESCRITURAS

Ha sido necesario mucho tiempo para que fueran escritos todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento contenidos en nuestra Biblia. Es imposible saber cuanto tiempo ha sido, sin embargo sabemos que entre Moisés y el apóstol Juan hubo un período de unos 1500 años. Los autores que han escrito la Biblia han debido ser unos cuantos. Algunos escribieron con su propia mano, otros utilizaron ocasionalmente o regularmente asistentes calificados, a quienes les dictaron sus mensajes (Jeremías 36:4; Romanos 16:22; 1 Corintios 16:21).

A pesar del largo período de tiempo y la gran cantidad de autores, viviendo en diferentes épocas y condiciones, la Biblia es un libro, que contiene una visión grandiosa y un gran mensaje: La santa voluntad de Dios, su Reino, y la salvación por medio de Cristo, el eterno Hijo de Dios.

¿Cómo es posible?

En otros casos no podemos ni pensar algo así: que un gran número de autores escribieran una gran cantidad de libros en un período muy largo, con el resultado final de un solo libro con un  mismo mensaje. Lo veríamos imposible. Sí, pero la Biblia no apareció de la misma manera que otros libros. Eso depende del hecho de que la Biblia es Escritura Sagrada, palabra de Dios. Aunque diferentes autores participaron en esta obra, cada uno en su turno y en su tiempo, el resultado de todo es obra de Dios: «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo» (Hebreos 1:1-2). ¿Cómo podemos, entonces, explicar que todos esos autores hayan podido caber en este maravilloso esquema, de tal manera que de 66 libros menores surja un gran libro, la Biblia, siendo Sagrada Escritura y conteniendo el mensaje de Dios para nosotros y para todo el mundo? Bueno, la explicación no se encuentra en los autores humanos, ni en sus corazones o mentes, ni en sus habilidades o capacidades. Aún diciendo  que ellos creían en Dios y que estaban consagrados a sus llamados y ministerios, no sería suficiente. No sería cierto decir que a ellos les pareciera necesario escribir, y luego decidieran sobre qué escribir. En muchos casos ha sido al revés: ellos hubieran preferido no escribir, y en muchos casos, hubieran preferido escribir de forma diferente (Jeremías 20:7-9; Isaías 6:1-8). La Biblia dice que los autores han sido llamados y guiados por Dios, a veces hasta forzados, para escribir lo que Dios quería que escribiesen. Y Dios lo ha hecho por medio de su Espíritu Santo: «Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pedro 1:20-21).

Esto está en plena conformidad con la promesa dada por el mismo Jesucristo antes de su pasión y muerte. Él había dicho que no abandonaría a sus discípulos dejándolos desolados (Juan 14:18). En cambio, volvería a ellos de manera diferente dándoles su Espíritu Santo. La tarea del Espíritu sería hacerles recordar todo lo que les había enseñado (Juan 14:25-26; 16:12-15). Esta promesa abarca la obra de los apóstoles y evangelistas de contar a la iglesia y al mundo sobre los hechos de la vida de Jesucristo, sobre el reino de Dios, y la obra redentora por medio de su Santa Iglesia Cristiana.

¿Cómo se puede explicar esto?

La obra del Espíritu Santo en relación a la escritura de los libros de la Biblia ha sido llamada inspiración, significando «soplo del Espíritu», o poner espíritu en algo. La palabra ha sido tomada de una expresión utilizada por el apóstol Pablo: «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2 Timoteo 3:16).

Cuando tratamos de entender qué significa esta «inspiración», hay dos puntos de vista opuestos que debemos evitar. Por un lado están los que han pensado que, cuando los autores estuvieron bajo la inspiración de Dios, actuaban de manera involuntaria, casi inconscientemente, habiendo resignado sus personalidades normales y características particulares, siendo meros instrumentos o las manos del Espíritu, quien escribía por medio de ellos. Esta es una teoría muy unilateral y está en contra de lo que las mismas Escrituras nos dicen. Por otro lado está la teoría de que Dios les dio a los autores un tema o mensaje y ellos lo concibieron en palabras y pusieron por escrito de la mejor manera que pudieron. Esto significaría que se les habría dado la idea general sobre un tema, pero las palabras provendrían de ellos mismos. Esta teoría debe dejarse de lado, porque tampoco coincide con la palabra de Dios.

En cambio, debemos explicar la inspiración de la siguiente manera: hay dos aspectos de ella, el lado humano y el lado divino. Por un lado, Dios es el autor a lo largo de todas las Sagradas Escrituras, no solo de las ideas sino de las frases y palabras también. De modo que las Sagradas Escrituras no contienen la palabra de Dios, sino que son la palabra de Dios. Por otro lado, las Escrituras son obra humana. Las frases no provinieron de una mano invisible o por la acción de una fuerza secreta sobre la voluntad o falta de voluntad de la mano del escritor. Las Escrituras han sido escritas verdaderamente por manos humanas, que sostuvieron la pluma y utilizaron tinta, sobre hojas de  papiro o rollos de pergaminos (Jeremías 36:18; 3 Juan 13; 2 Timoteo 4:13). Así, pues, en la manera externa, visible, las Sagradas Escrituras han sido enunciadas, redactadas y escritas de la misma manera que las cartas y los libros ordinarios. Pero, antes de que esto sucediera, y cuando estaba sucediendo, el Espíritu Santo estaba actuando en los autores para moverlos, dirigirlos y guiarlos, o de lo contrario sus escritos hubieran sido solo como otras obras escritas por humanos. Pero ¿cómo hizo esto el Espíritu Santo? Primero, llamando a los autores. No del mismo modo que al llamarlos a ser creyentes o apóstoles. La inspiración va un paso más allá. Por lo que sabemos, hubo apóstoles que no escribieron nada, pero los que fueron llamados a ser testigos por escrito fueron bendecidos y guiados de dos maneras. Se les dijo lo que debían escribir y que escribieran exactamente eso. A esto se le denomina el aspecto positivo de la inspiración. Pero también fueron guiados para no desviarse con su lengua o pluma, es decir, se les impidió cometer errores. A esto se le denomina el aspecto negativo de la inspiración. En este caso «negativo» no tiene significado malo. Prácticamente es una palabra positiva, mostrando que nuestro Señor Jesucristo cumplió su promesa a los discípulos:  «El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Juan 14:26).

Esto puede ser explicado de otra manera, de acuerdo con otra promesa de Jesús. Él había dicho a sus apóstoles: «Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hechos 1:8). Es tarea de los testigos veraces relatar los hechos tal como son, sin agregar ni quitar nada (1 Juan 1:1-4; Apocalipsis 22:18-19). Así, pues, la tarea de los apóstoles era transmitir a la comunidad cristiana un relato fiel de Jesucristo, describiéndolo a él, a su palabra y obra, a su Iglesia y el camino de salvación, etc., sin agregar ni quitar nada. Por eso, dado que los apóstoles son testigos veraces y sus escritos han sido inspirados, aún hoy en día cualquier persona puede obtener información y orientación verdadera. 

La inspiración es un gran misterio

Está oculto a nosotros cómo acontecía exactamente la inspiración en los profetas, apóstoles y evangelistas. Pero no debemos preocuparnos demasiado por nuestra falta de capacidad para entenderlo todo. Tenemos la misma dificultad con los siguientes temas: ¿cómo puede Cristo ser Dios y hombre? ¿Cómo puede darnos su cuerpo y sangre con el pan y el vino en la Santa Cena? En estos temas que están más allá de nuestro entendimiento debemos decir como Job: «Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti. ¿Quién es el que oscurece el consejo sin entendimiento? Por tanto, yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía» (Job 42:2-3). Esta actitud humilde es la única apropiada al aproximarnos a Dios, a sus caminos y obras. «Porque nada hay imposible para Dios» (Lucas 1:37). Esto debe aplicarse también al modo de actuar de Dios con el hombre para darle su Palabra.

Una actitud humilde frente a la palabra de Dios deberá considerar, en primer lugar, la posición que el propio Jesucristo ha tomado ante la palabra de Dios. Él dijo que David escribió sus salmos «inspirado por el Espíritu» (Mateo 22:41-46). Él también se defendió de las peores tentaciones del diablo con las palabras: «Está escrito» (Mateo 4:1-11). Y con respecto a todo el Antiguo Testamento dijo: «Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido» (Mateo 5:18). Si Jesús podía citar cualquier palabra de los libros de Moisés, de los profetas, o de los salmos, y llamarlos «inspirados» por                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          el Espíritu Santo, ¿cómo sería posible que nosotros lo corrigiéramos a Él, al Señor de señores, y enseñásemos o creyésemos algo diferente? 

Inspiración

Si estudiamos las Sagradas Escrituras teniendo en mente las pautas antes mencionadas, veremos claramente algunos hechos que las sostienen. Al escribir, los apóstoles usan el mismo idioma, el griego, en estilos diferentes, todos muy personales. Si el Espíritu Santo los hubiera utilizado como simples herramientas, habrían escrito en el mismo idioma con el mismo estilo de frases y palabras. Pero no es así en ningún caso. Un autor escribe de manera simple y llana, de acuerdo a su capacidad. Otro escribe de manera más erudita y literal. Así eran cada uno de ellos como escritores aún antes de que escribiesen para Dios. Y el Espíritu Santo los tomó tal cual eran. Él no cambió el estilo de ellos ni anuló sus personalidades. Sin embargo, a pesar de ello, lo que escribieron bajo la guía del Espíritu Santo era la palabra de Dios, y todavía sigue siendo la palabra de Dios (Mateo 10:20; Lucas 10:16; 1 Tesalonicenses 2:13). Podemos decir que la palabra de Dios ha llegado a nosotros de una manera muy humana, se ha hecho «carne», pero es la palabra de Dios. 

La palabra de Dios tiene poder sobre nosotros

Podemos sentir ese poder. Es el «testimonio interno de la palabra de Dios». La palabra de Dios no es como la palabra de los seres humanos (1 Tesalonicenses 2:13). Cuando recibimos la palabra de Dios, la oímos y la guardamos en nuestros corazones, ella nos demuestra que es verdadera y poderosa, como palabra de Dios. Algo similar sucede con las palabras humanas si son verdaderas y dichas por personas íntegras y honestas. Pero, la palabra de Dios es mucho más impactante. Si las Sagradas Escrituras hubiesen sido enunciadas y escritas solo como cualquier otro escrito, no tendrían ese poder sobre nosotros. Jesús mismo nos enseñó sobre este poder en su Palabra. Él dijo: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta» (Juan 7:17). Esto es válido para todas las enseñanzas de la Biblia. 

Los cristianos de todas las épocas han encontrado este poder en la palabra de Dios. Al estudiar las Sagradas Escrituras (Hechos 17:11) han sido puestos ante Jesús como el Hijo de Dios, han encontrado que Él les dice la verdad sobre lo que ellos eran (Juan 4:29), y se han maravillado: «¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!» (Juan 7:46). Y al oír las palabras de gracia y perdón, creyeron que eran las palabras del Señor Jesús en persona: «Al ver él la fe de ellos, le dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados» (Lucas 5:20; Juan 20:22-23). Y entonces se dieron cuenta de que hay un siguiente paso en el testimonio del Espíritu Santo: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús… Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Romanos 8:1, 15-16).

El Espíritu Santo está conectado para siempre con la palabra de Dios. Por lo tanto, donde se halla la palabra de Dios, real y verdadera, allí encontramos al Espíritu. Además, donde se halle la palabra de Dios y el Espíritu, allí también encontramos a Cristo. Porque «donde el (Espíritu Santo) no cause la predicación (de la Palabra) y la vivifique en los corazones, de modo que se la comprenda, se está perdido…; porque donde no se predica a Cristo, no hay Espíritu Santo que cree, llame y congregue a la Iglesia Cristiana, sin la cual nadie puede venir a Cristo el Señor» (CMa).

4. EL ESPÍRITU SANTO Y LA IGLESIA

La obra del Espíritu Santo todavía no está completa, sino que tiene que continuar todo el tiempo. «Ahora, este es el artículo que está siempre vigente y continúa en acción. Porque ya hemos recibido la creación; la redención también está consumada. Pero, el Espíritu Santo lleva a cabo su obra sin cesar, hasta el último día. Y para tal propósito Él ha puesto la Iglesia en el mundo, por medio de la cual Él habla y hace todo» (CMa).

Con estas palabras Lutero dice que el Espíritu Santo se encuentra en algún lugar, y que obra con un propósito definido, y con medios especiales. Lutero explica ese propósito de la siguiente manera: «Creemos en Aquel que cada día nos trae a la comunión con la Iglesia cristiana por medio de la Palabra, y por medio de esa misma Palabra y el perdón de los pecados otorga, aumenta y fortalece la fe. Cuando Él haya completado esto y nosotros hayamos permanecido en la fe, muriendo para el mundo y el mal, finalmente Él nos hará perfectos y eternamente santos, lo cual ahora esperamos por medio de la Palabra» (CMa).

Entonces, para la continua obra del Espíritu Santo es necesaria la Santa Iglesia Cristiana. En esta Iglesia es posible hallar el conocimiento sobre Cristo Jesús, el único Salvador, y en esta Iglesia podemos encontrar los medios que nos pueden llevar a Él. «Porque Dios nos ha creado con este preciso objetivo, que Él nos pudiera redimir y santificar; y además de eso, para distribuir y darnos todo en el cielo y sobre la tierra. Nos ha dado aun a su Hijo y al Espíritu Santo, por el cual nos trae a Sí mismo. Pues… nunca podríamos alcanzar el conocimiento de la gracia y el favor del Padre sino por medio del Señor Jesucristo, quien es el espejo del corazón paterno. Sin Cristo vemos a Dios solo como un terrible Juez ofendido. Pero de Cristo no sabríamos nada a no ser que nos fuera revelado por el Espíritu Santo» (CMa).

Ahora bien, si el Espíritu nos va a traer a Cristo, ¿cómo se hace esto? Aquí tenemos otro tema importante en la enseñanza sobre el Espíritu Santo: la palabra de Dios y los sacramentos son necesarios para traernos a Cristo: «El Ministerio de la enseñanza del Evangelio y los sacramentos fueron instituidos para que podamos recibir esta fe. Pues por medio de la Palabra y los sacramentos se da el Espíritu, como a través de instrumentos. Él obra la fe, donde y cuando le place a Dios, en los que oyen el Evangelio. Esto es así para que sea Dios quien justifica a los que creen que han sido recibidos en la gracia, no por méritos propios, sino por causa de Cristo» (CMa). 

Enseñanzas erradas sobre el Espíritu Santo

Muchos han luchado contra este tipo de enseñanza, a pesar de estar sólidamente fundada en la palabra de Dios. Algunos la han cuestionado diciendo: «¿No es demasiado estricta y formal? ¿No puede el Espíritu obrar de otras maneras también, sin usar la Palabra y los Sacramentos?» En las Confesiones Luteranas tenemos una respuesta muy clara a estas preguntas. Dicen que hay muchos espíritus que se llaman santos a sí mismos sin tener absolutamente ninguna relación con Dios y la santidad. Las personas que se dejan llevar y guiar por esos espíritus pueden pensar que están actuando en el nombre de Dios y movidos por el «amor», pero es un falso amor y fervor, a menudo llamado «entusiasmo». Tenemos que advertir seriamente contra tal «amor» y «fervor». En los Artículos de Esmalcalda se lee: «En aquellas cosas relacionadas con la Palabra externa, hablada, tenemos que sostener firmemente que Dios no da a nadie su Espíritu o gracia a no ser por medio de la Palabra, o con la precedente Palabra externa. De esta manera estaremos protegidos contra los entusiastas, es decir, contra espíritus que se jactan de tener el Espíritu sin y antes de la Palabra, y consecuentemente juzgan la Escritura o la Palabra hablada,  la explican y acomodan a su antojo». Estas personas «quieren erigirse en jueces entre el Espíritu y la letra, y todavía no saben lo que están diciendo y declarando» (Ap).

Muchas personas suelen oír «voces» en su interior, o de afuera, y afirman que lo que escucharon proviene del Espíritu Santo. Después de lo cual ellas se permiten actuar concordantemente en lo que respecta a sus matrimonios, membresía en la iglesia, venganza personal y otras cuestiones de características muy dudosas. Existe, sin embargo, una regla segura si alguien es tentado de esa manera: una «voz» hablando contra la palabra de Dios nunca viene del Espíritu Santo, porque Dios no habla en contra de sí mismo.

Los peligros mencionados aquí no son imaginarios. Son peligros que van a existir todos los días, dado que somos seres humanos. A partir de la caída en pecado, todos hemos nacido como «entusiastas». «En resumen, el entusiasmo es heredado de Adán a sus descendientes desde el principio, desde la caída, hasta el fin del mundo; su veneno ha sido implantado e inoculado en ellos por la vieja serpiente, y es origen, poder, vida y fuerza de toda herejía y falsas enseñanzas… Por lo tanto, podemos y debemos mantener constantemente este punto, que Dios no quiere tratar con nosotros de otra manera que por medio de la Palabra hablada y los sacramentos…  La profecía no vino por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron movidos por el Espíritu Santo» (AE).

Cómo viene el Espíritu a nosotros

La Palabra y los sacramentos solo se encuentran en relación con la Iglesia Cristiana. «Pablo ha definido a la Iglesia precisamente de esa manera en Efesios 5:25-33, que debería ser limpiada para ser santa. Y él agrega las marcas externas, la Palabra y los sacramentos. Porque dice así: ’Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha’.  La Iglesia es… la congregación de los santos, que tienen entre sí compañerismo en el mismo Evangelio o doctrina y el mismo Espíritu Santo, que renueva, santifica, y gobierna sus corazones» (Ap).

En ocasiones, algunas personas han intentado señalar cierta clase de contradicción entre estas dos doctrinas sobre la Iglesia y el Espíritu. Han dicho: Si es obra del Espíritu, ¿cómo puede limitarse dentro de la Iglesia? ¿Qué queda, entonces, del Espíritu y su libre accionar? Nuestra Confesión demuestra que no existe esa clase de conflicto. «Aprende, pues, a entender este artículo más claramente. Si se te pregunta: ¿Qué quieres decir con las palabras ’creo en el Espíritu Santo’? Puedes responder: creo que el Espíritu me hace santo, como lo dice su nombre. Pero ¿cómo sucede esto, o cuáles son los métodos o medios para llevar eso a cabo? Responde: Por la Iglesia Cristiana, el perdón de los pecados, la resurrección del cuerpo y la vida eterna. Pues, en primer lugar, Él tiene una peculiar congregación en este mundo, que es la madre que engendra y se encarga de cada cristiano mediante la palabra de Dios, la cual Él revela y predica, y por medio de la cual Él ilumina y enciende los corazones, para que la entiendan, acepten, se aferren a ella y perseveren en ella» (CMa). Más adelante se explica sobre la congregación o Iglesia cristiana para mostrar cómo, por medio de ella, el Espíritu Santo lleva a cabo la obra de salvación y conduce a la vida eterna. Es una Iglesia «bajo una cabeza, Cristo, llamada y congregada por el Espíritu Santo en una fe, una mente y entendimiento, con múltiples dones, aunque concordando en amor, sin sectas ni cismas. Yo también soy parte de la misma, un participante y propietario de todos los bienes que ella posee, traído a ella e incorporado a ella por el Espíritu Santo, por haber oído y continuado oyendo la palabra de Dios, que es el comienzo para entrar en ella» (CMa).                                              

Si el comienzo de esta vida es el Espíritu Santo obrando entre nosotros, deberemos considerar a continuación, en primer lugar, cómo la Palabra y los sacramentos son usados por el Espíritu como medios y herramientas, y luego cómo un ser humano llega a ser «un participante y propietario de todos los bienes» que Dios quiere darnos.

5. EL ESPÍRITU SANTO Y LOS SACRAMENTOS

Según las enseñanzas del mismo Jesús, hay un solo camino que conduce a su Reino y a su Iglesia, el santo bautismo. «De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Juan 3:5). Por ese motivo Jesús le dio a sus apóstoles este mandato: «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén» (Mateo 28:19-20).

Algunas personas han tratado de hacer una diferencia entre el sacramento del bautismo y el reino de Dios. Llaman al bautismo un rito, algo externo solamente, mientras consideran al reino de Dios como algo espiritual, un asunto del corazón, de convicción y fe. Al verlo de esa manera llevan a considerar a la fe como algo necesario para entrar al reino de Dios, y al bautismo no. Tales  pensamientos están mal, porque Jesús ha unido el Reino con el bautismo. Siempre debemos preguntarnos qué ha enseñado y mandado Cristo. «¿Qué es el reino de Dios? Respuesta: No es otra cosa más que lo que aprendimos en el Credo, que Dios envió a su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, al mundo para redimirnos y librarnos del poder del diablo y llevarnos a Sí mismo, y gobernarnos como un Rey de justicia, vida y salvación contra el pecado, la muerte y una mala conciencia, para lo cual Él también ha dado su Espíritu Santo, el cual ha de traer hasta nosotros esas cosas por su santa Palabra, para iluminarnos y fortalecernos en la fe por Su poder» (CMa).     

Datos importantes sobre el bautismo

Hay algunas cosas sobre el bautismo que tenemos que resaltar aquí. Una es la importancia del nombre de la Trinidad. Ningún bautismo es válido a menos que sea hecho en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Es importante por varios motivos. Uno es que Jesús ha ordenado a su Iglesia hacerlo de esa manera. Otro es que en el bautismo somos unidos con el Padre, el Creador y Preservador del mundo, con Jesucristo, su Hijo, nuestro Salvador, y con el Espíritu Santo, nuestro Ayudador (Juan 14:15-17) y Santificador. 

Otro aspecto del bautismo que debemos enfatizar es que en éste hemos recibido una promesa que permanece para siempre. Ella nos muestra lo que hemos de hacer si caemos de nuestro estado de gracia, o sea, de la gracia bautismal, y nos apartamos de Dios. «Nuestro bautismo permanece para siempre; y a pesar de que alguno pudiera profanarlo y pecar, sin embargo siempre tendrá acceso a éste, para subyugar al viejo hombre nuevamente. Pero no necesitamos ser bautizados con agua nuevamente, pues aunque fuésemos inmersos en agua cien veces, habría sin embargo un sólo  bautismo… Por lo tanto, arrepentimiento no es otra cosa que volver y acercarse al bautismo, para volver a practicar lo que habíamos comenzado antes, pero abandonamos» (CMa).

Un tercer punto es este: Aunque el bautismo es algo que se hizo sólo una vez en nuestra vida, no es algo que quedó en el pasado. Debe ser usado como nuestro vestido diario. «Que cada cual valore su bautismo como una vestimenta de todos los días, con la cual debe caminar constantemente, para ser hallado en la fe y dando frutos, para reprimir al viejo hombre y crecer en el nuevo. Pues, si hemos de ser cristianos, debemos practicar la obra por la cual somos hechos cristianos… Si hemos recibido una vez el perdón de los pecados en el bautismo, eso permanecerá todos los días, a lo largo de toda nuestra vida» (CMa).

El sacramento del altar

El sacramento del altar, la Santa Comunión, no nos da la entrada al reino de Dios como lo hace el bautismo. En cambio, es un sacramento para los que ya están dentro del reino de Dios. Al darles el perdón de pecados en una forma visible, de una manera sacramental, bajo el pan y el vino, les da una señal y una prenda de que ellos permanecen en la gracia de Cristo. En su aspecto externo, este sacramento es un signo, pero esta palabra no debe ser malinterpretada. Todo el sacramento en sí es un signo, pero el pan y el vino no son un símbolo de Cristo o de su presencia. Él está presente. Cuando recibimos el pan y el vino bendecidos, lo recibimos a él, su cuerpo y su sangre. «Esto es claro y evidente a partir de las palabras… Esto es mi cuerpo y sangre, dado y derramada, POR VOSOTROS, para la remisión de los pecados. Brevemente, esto equivale a decir: Por esta causa vamos al sacramento: porque allí, por él y en él, recibimos tal tesoro, el perdón de los pecados. ¿Por qué es así? Porque aquí está presente la Palabra, y nos da eso. Por ese motivo Él me invita a comer y beber, para que pueda ser mío y beneficiarme, como una segura prenda y señal» (CMa).

Igual que con el bautismo, debemos utilizar este sacramento viviendo en su gracia. La Santa Comunión puede ser llamada «un alimento para las almas, que nutre y fortalece al hombre nuevo. Pues, primero se nos hace nacer de nuevo por el bautismo, sin embargo… en la persona todavía queda adherida la vieja naturaleza viciosa de la carne y sangre, y hay tantos obstáculos y tentaciones del diablo y del mundo, que muchas veces nos cansamos y debilitamos, y en ocasiones también tropezamos» (CMa).

Confesión

En las enseñanzas de la Iglesia este acto a veces es llamado «el tercer sacramento». Sin embargo, en ocasiones no es llamado «sacramento» por el hecho de que no tiene elementos o actos visibles, como el bautismo o la Santa Comunión. Pero lo más importante es que la gracia de Dios es dada a los que estaban viviendo en la gracia del bautismo y «tropezaron». O sea, pecaron y perdieron la gracia, o temen haberla perdido. 

Es de suma importancia que la confesión sea practicada nuevamente en la iglesia. Puede edificar a los cristianos y a la congregación quizás más que cualquier otro medio que pudiésemos pensar por nosotros mismos. La confesión tiene tanta importancia y da una bendición tan grande, porque «cuando Sus hijos se alejan de la obediencia y tropiezan, Él los llama por medio de la Palabra a que se arrepientan y regresen, y por ese medio el Espíritu Santo desea obrar la conversión en ellos; y cuando se vuelven a Él verdaderamente arrepentidos y mediante una fe correcta, Él siempre mostrará su perpetuo amor paternal a los que tiemblan ante su Palabra y se vuelven a Él de todo corazón» (FC).

¿Cómo obra la confesión?

Su primera parte es la confesión de pecados, y la segunda parte es la proclamación del perdón de Dios. Por medio de esta segunda parte el cristiano es reinstalado en el estado de gracia, tal como si no tuviese pecado. Los pecados son arrojados detrás de la espalda de Dios, «en lo profundo del mar» (Miqueas 7:19), el mar sin fondo de su gracia y misericordia.

En la práctica, la confesión consiste de las dos partes mencionadas, la confesión en sí y la administración del perdón. Esta última parte es hecha en el nombre de la Trinidad. El perdón es la obra del Espíritu Santo, por causa de Cristo Jesús (Juan 20:22-23). Este ministerio del perdón ha sido dado a los pastores de la Iglesia, por lo que ellos pueden preguntar: «¿Crees que mi perdón es el perdón de Dios?» Y luego declarar: «Como creíste, te sea hecho. Y por el mandato de nuestro Señor Jesucristo, yo te perdono tus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén. Vete en paz» (CMa). 

6. LA OBRA DEL ESPÍRITU SANTO EN EL HOMBRE

Hemos visto cómo actúa el Espíritu Santo en la Iglesia cristiana por medio de la Palabra y los sacramentos, incluyendo la confesión. Ahora debemos enfocarnos en el corazón humano para ver cómo el Espíritu Santo obra allí para crear fe y una verdadera vida cristiana. No podemos obtener la fe por medio de nuestros propios pensamientos ni poder. Martín Lutero dice en su explicación del Tercer Artículo: «Creo que por mi propia razón o poder no puedo creer en Jesucristo, mi Señor, ni venir a él, sino que el Espíritu Santo me ha llamado por el evangelio, iluminado con sus dones, santificado y conservado en la verdadera fe, así como llama, congrega, ilumina y santifica a toda la cristiandad en la tierra y la conserva en Jesucristo, en la única verdadera fe» (CMe).

De esta explicación, así como de las enseñanzas de la Biblia, queda claro que podemos encontrar cierto orden en la obra del Espíritu Santo, «el orden de la gracia», mediante el cual se realiza la obra. Esto no significa que uno mismo pueda observar dentro de sí los estados de esta obra mientras se vaya llevando a cabo. Estas cosas pueden verse más claramente más tarde, después de la conversión, y más claramente en los demás que en nosotros mismos. En el «orden de la gracia»,  realizado por el Espíritu Santo en los humanos, se suele mencionar particularmente el llamado, la iluminación a través de la ley, la iluminación a través del evangelio, la conversión, la justificación por fe, la regeneración, la renovación y la santificación. Todo esto va a ser explicado más adelante en un capítulo exclusivo acerca de la fe. Aquí bastará con que expliquemos unos pocos aspectos sobre la obra del Espíritu Santo en el ser humano.

Conversión 

En la conversión es necesaria la obra del Espíritu Santo, porque no podemos efectuar nuestra propia conversión ni crear la fe por nuestro propio poder. «En la conversión de la persona solo hay dos causas eficientes, a saber, el Espíritu Santo y la palabra de Dios como el instrumento del Espíritu Santo, por medio del cual Él produce la conversión. La persona tiene que oír la Palabra, sin embargo, no es por su poder, sino solamente por obra y gracia del Espíritu Santo que ella puede aceptar la Palabra y depositar fe en esta» (FC).

¿Qué significa «venir a Cristo»?

Significa que el tesoro adquirido por Cristo debe ser recibido, y solo puede ser recibido cuando las personas se dirigen a Él con fe para recibirlo de Él. El tesoro, adquirido por Cristo mediante sus sufrimientos, su muerte y su resurrección, es una justicia capaz de cubrir todos los pecados del mundo y de todas las personas. La justicia que Él nos ofrece en la Palabra y los sacramentos. Debe ser aceptada por fe. Cuando un cristiano, por medio del perdón de los pecados, recibe su parte de la justicia de Cristo, y se libera de la culpa de sus pecados, también llega a ser partícipe de la vida santa de Cristo. Esta nueva vida cambiará el corazón y la manera de actuar del creyente en su vida diaria y en su trato con la gente. Estando justificados y habiendo nacido de nuevo, todos los cristianos están llamados a llevar una nueva vida, a «resplandecer como luminares en el mundo» (Filipenses 2:15; Mateo 5:14).

¿Dónde están las fuerzas propias del ser humano en todo esto? Antes de la conversión o regeneración, el ser humano no puede cooperar con Dios, porque desde la caída hay en el ser humano una resistencia a Dios y su obra. Pero, «se dice correctamente que Dios, en la conversión, mediante la impresión del Espíritu Santo, transforma al ser humano obstinado y desinteresado en alguien voluntarioso, y que después de dicha conversión, en el ejercicio diario del arrepentimiento, la voluntad humana no es inactiva, sino que también coopera en la obra del Espíritu Santo, la cual Él lleva a cabo en nosotros» (FC). Por lo tanto, después de la conversión hay otra situación: «Tan pronto como el Espíritu Santo… mediante la Palabra y los santos sacramentos, ha comenzado en nosotros esta obra suya de regeneración y renovación, es cierto que por el poder del Espíritu Santo podemos y debemos cooperar, aunque todavía en gran debilidad. Pero esto no sucede por nuestras fuerzas carnales y naturales, sino por las nuevas fuerzas y dones que el Espíritu Santo ha comenzado en nosotros en la conversión. Esto no debe entenderse de otra manera que la persona convertida  hace lo bueno en la medida y en tanto que Dios, con su Espíritu Santo, le ordena, guía y conduce» (FC).   

Esto es para  gloria y honra de Dios 

Aunque esta obra es hecha en nuestros corazones, no puede ser llamada nuestra, como para darnos honra y alabanza a nosotros mismos. Desde el comienzo hasta el final, es la obra directa del Espíritu Santo. En este punto el cristiano no puede ir más allá en su Confesión: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Corintios 15:10). Incluso si hemos cooperado con el Espíritu Santo después de la conversión, es Dios el que «produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Filipenses 2:13).  «Pues cuando el Espíritu Santo ha forjado y logrado la conversión, y la voluntad del hombre ha sido cambiada y renovada sólo por Su divino poder y obra, entonces la voluntad del hombre es un instrumento y órgano de Dios el Espíritu Santo, de modo que el hombre no solo acepta la gracia, sino que también coopera con el Espíritu en la obra que sigue» (FC). 

Tal obra seguirá, si la fe es una fe verdadera que ha sido obrada por el Espíritu Santo. Eso es lo que iremos a considerar en el siguiente capítulo sobre la vida cristiana. Digamos aquí solamente que «tal fe, renovación y perdón de pecados es seguida por buenas obras… No podemos presumir de muchos méritos y obras, si son considerados aparte de la gracia y misericordia, pero como está escrito en 1 Colosenses 1:31: ’El que se gloría, gloríese en el Señor’, a saber, de que tiene un Dios lleno de gracia. Por lo tanto, todo está bien. Decimos, además, que si las buenas obras no siguen, la fe es falsa y no verdadera» (AE).

7. EL ESPÍRITU SANTO Y LA VIDA CRISTIANA

El Espíritu Santo obra entre todos los miembros de la Iglesia y la congregación cristiana. Ni uno es dejado fuera. Pero, la persona de cada cristiano también consiste de muchos miembros y partes. Si el corazón es mencionado más a menudo que el resto, solo es porque se lo considera el centro de la persona, su vida y sus actividades: es el Espíritu quien obra en el hombre interior, para que Cristo pueda habitar en su corazón por la fe (Efesios 3:16-17).

El individuo cristiano es descrito a veces como compuesto de cuerpo y alma, a veces como «espíritu, alma y cuerpo» (1 Tesalonicenses 5:23). Ambas maneras están destinadas a cubrir la totalidad y la unidad del hombre. En la exposición de santificación, a veces es mencionada una parte o miembro, a veces otra. Pero el Espíritu Santo quiere penetrar y santificar todo el ser, no solamente el corazón, no solamente cuestiones de pensamiento y fe. Cuando algunas personas dicen que su cuerpo no es suficientemente «espiritual» para la obra de santificación, quizás sería mejor decir que ellos desean  dejar el cuerpo sin ser santificado. Pero la Palabra dice: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Corintios 6:19-20). 

De este modo, la obra del Espíritu Santo, la santificación, está destinada a cubrir todo el ser y toda la vida de un cristiano. Esto se debe a que la obra de Cristo ya ha sido completada: «Él os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él; si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe» (Colosenses 1:22-23). Así, la santificación está conectada con la fe, porque solo un creyente tiene el Espíritu Santo y puede llegar a ser santificado: «Estas cosas no pueden ocurrir hasta que hemos sido justificados por fe y, regenerados, recibamos el Espíritu Santo. Primero, porque la Ley no puede ser guardada sin (el conocimiento de) Cristo; y de igual modo, la Ley no puede ser guardada sin el Espíritu Santo» (Ap). 

El comienzo de la nueva vida

La nueva vida no puede comenzar si no ha sido creada por el Espíritu Santo. «Cristo fue dado con este propósito, a saber, que por Su causa nos sea otorgada la remisión de los pecados, y el Espíritu Santo, para producir en nosotros vida nueva y eterna, y justicia eterna… No se puede guardar verdaderamente la Ley a menos de que el Espíritu sea recibido por medio de la fe… Porque la Ley puede ser guardada solamente así, cuando el Espíritu Santo es dado» (Ap).

Al querer explicar la nueva vida es necesario tener las siguientes dos cosas en mente. Primero, esta se manifiesta en una nueva obediencia hacia Dios. Un verdadero cristiano desea que se produzcan los buenos frutos del Espíritu (Gálatas 5:22-24). En segundo lugar, estos frutos no pueden aparecer por decisión o esfuerzo humano. Son obra del Espíritu cuando a Él se le permite usar al hombre como «vaso de misericordia» (Romanos 9:23). Pero ¿qué debe ser hecho, entonces, por parte del creyente para promover y alentar la vida en el Espíritu?

Una cosa es la continua voluntad de recibir el Espíritu y ser guiado y entrenado en la nueva obediencia. Dicha obediencia no puede venir sin oración. Debe haber diariamente una oración de este tipo: «Hágase tu voluntad». «Rogamos en esta petición que se haga también entre nosotros. Esto sucede cuando Dios quebranta e impide todo mal consejo y voluntad perversa, que estorbarían santificar el nombre de Dios, o no permitirían que su reino viniese a nosotros» (CMe). Así, esta es una oración adecuada para cada cristiano: «Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios; tu buen espíritu me guíe a tierra de rectitud» (Salmos 143:10).

Otra cosa es la voluntad de ofrecerse uno mismo a Dios «en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Romanos 12:1). No es cuestión de traer solo el cuerpo, o solamente los pensamientos y las oraciones, más bien se trata de darse uno mismo a Dios, espíritu, alma y cuerpo, para una vida en santificación, al estar «vivos para Dios en Cristo Jesús» (Romanos 6:11). Toda desviación de esta línea y propósito es «contristar al Espíritu Santo de Dios» (Efesios 4:30). 

¿Qué es la nueva obediencia? 

Debe cubrir todas las esferas de la vida. No podemos entrar en detalles en esta breve exposición, pero permitámonos mencionar unos pocos aspectos de nuestra vida diaria.

Primero, recordemos nuestro llamado o vocación secular. Sea cual fuere nuestro trabajo, suponiendo que es uno legal y honesto, debemos permanecer en él (1 Corintios 7:20) y ser dignos de confianza (1 Corintios 4:2). Si no somos responsables y dignos de confianza en esas cosas externas, ¿quién confiará en nosotros cuando se trate de asuntos más importantes? (Lucas 16:10-13).

En segundo lugar, recordemos nuestra manera de hablar. ¿Tenemos un sí y un no confiables? (Mateo 5:37). Con nuestra lengua «bendecimos al Dios y Padre» (Santiago 3:9), pero además «así hablad, y así haced, como los que habéis de ser juzgados por la ley de la libertad» (Santiago 2:12). 

Tercero, recordemos el servicio con amor y misericordia a la gente. «Amor» aquí se refiere a mezclarse diariamente con los demás, y a servicios y ayudas de todo tipo. Es importante que no nos permitamos cometer ofensas fallando en estas cosas. Antes bien, «el amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno. Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros» (Romanos 12:9-10).

Pero existe también otro tipo de «amor»: amor entre hombre y mujer. Debe ser real, genuino, amor cristiano. Debe ser guiado, purificado y bendecido por el Espíritu Santo. Si no es de este tipo, será profanado y finalmente corromperá la vida de la comunidad. El llamado del hombre y de la mujer que ingresan al matrimonio es vivir unidos a Cristo y a la Iglesia, siendo nutridos por el Espíritu Santo. Es un llamado grandioso. Su matrimonio y amor debe ser una imagen de como Cristo ama a su Iglesia (Efesios 5:21-33). 

Cuarto, recordemos que a lo largo de toda la vida, en las cosas que hemos mencionado aquí y en cosas que no hemos mencionado, habrá fracasos y faltas. Estamos en camino, pero «no es que ya sea perfecto» (Filipenses 3:12). Ser un cristiano y vivir en santificación es ir siendo santificado, es obtener el perdón de los pecados cada día. No pedir dicho perdón es no ser santo, es presumir de uno mismo, e incluso puede hacer que uno se quede completamente afuera.

«Por lo tanto, todo en la Iglesia Cristiana está ordenado para el fin de que diariamente no obtengamos allí otra cosa sino el perdón de los pecados mediante la Palabra (y sacramentos), para consolar y fortalecer nuestras conciencias en tanto que vivamos aquí. Así, pues, aunque tengamos pecados, (la gracia de) el Espíritu Santo no permite que estos nos dañen, porque estamos en la Iglesia cristiana, donde no hay más que perdón de pecados, en ambos sentidos: en que Dios nos perdona a nosotros, y en que nosotros perdonamos, sobrellevamos y nos ayudamos unos a otros» (CMa).

La necesidad del Espíritu Santo

Todos los cristianos lo necesitan. Todos somos diferentes, pero sea cual fuere nuestro estado o grado de santificación, necesitamos esta ayuda. Debe continuar siempre. Por lo tanto, debemos pedir la ayuda del Espíritu más diligentemente, para un exitoso y bendito resultado de su obra. Eso significa pedir en oración «que esto, la venida del Reino, pueda realizarse en nosotros, y que así Su nombre sea alabado por medio de la santa palabra de Dios y una vida cristiana, para que sucedan estas dos cosas: que nosotros, los que la hemos aceptado, podamos permanecer y crecer diariamente en esto; y que pueda obtener aprobación y apoyo entre las demás personas, y avanzar a lo largo del mundo, para que muchos puedan encontrar la entrada al Reino de Gracia, sean hechos partícipes de la redención, sean guiados allí por el Espíritu Santo, para que así todos juntos podamos permanecer para siempre en ese único reino que ahora ha comenzado» (CMa).

Pero esto solamente ha comenzado. Puede que no lo veamos en su gloria durante nuestra vida o en este mundo. Sin embargo, forma parte de nuestra esperanza para la eternidad, según la promesa de Dios. «Mientras que la santificación ha comenzado y va creciendo diariamente, esperamos que nuestra carne sea destruida y sepultada con todas sus impurezas y resurja gloriosamente; que se levante en completa y perfecta santidad, para una vida nueva y eterna. Porque ahora solo somos parcialmente puros y santos, de modo que el Espíritu siempre tiene /algunos motivos/ para continuar su obra en nosotros por medio de la Palabra, y dispensarnos diariamente el perdón, hasta que lleguemos a aquella vida en la que no habrá más perdón, sino solamente gente perfectamente pura y santa, llena de piedad y justicia, apartados y libres de todo pecado, muerte y todo mal, en un cuerpo nuevo, inmortal y glorificado» (CMa). Para ello tendremos que orar: «Amén. ¡Sí, ven, Señor Jesús!» (Apocalipsis 22:20).

GLORIA SEA AL PADRE, Y AL HIJO,
Y AL ESPÍRITU SANTO,
COMO ERA AL PRINCIPIO, ES AHORA,
Y SERÁ SIEMPRE,
POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS.
AMÉN